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jueves, 22 de febrero de 2018

Resiliencia (continuación)


[...] Marta se había ido, y ni una sola noticia. Los amigos comunes se separaron de mí 
esquivándome, igual que lo había hecho ella. Desde el portazo de hace un mes, aumenté de peso y se me cayó un montón de pelo. Creo que perdí un pelo por cada una de las veces que pensé en Marta. 

Vanina pasó a buscar las cosas de Marta justo el día de la tormenta. Se habían caído varios paraísos y algunas ramas de eucalipto, como si el viento se hubiese identificado conmigo. Me devolvió las llaves junto con el llavero vintage de metal con forma de M, que le regalé a Marta cuando nos mudamos. Acomodó todo meticulosamente en cajas de cartón acanelado que tenían grabada la palabra Ikea, escribió en cada una de las cajas la lista del contenido, y las fue sellando con cinta de embalar marrón. Realizó su misión casi sin dirigirme la palabra, sin contestar y casi sin mirarme. El ruido que hacía la cinta el estirarse, pegarse y cortarse, seguía el ritmo de un texto tácito, el compás de un guión que parecía escrito por avispas. Luego se llevó todo a la calle a esperar el flete con tormenta y todo. Ella hacía de amiga amortiguador, era la suspensión entre Marta y yo, es decir, permitía el movimiento relativo entre Marta y yo. Ese día perdí pelo con creces, tanto que a la mañana siguiente casi no me reconozco, di parte de enfermo y me quedé en la cama.


Cuando yo volvía tarde, Marta siempre ya había cenado sola. La encontraba en la cama, con la televisión encendida, el control remoto apoyado en mi almohada, el celular sostenido con su mano izquierda, medio oblicuo, como para poder mirar la tele y el celular a la vez, la mano derecha en el aire, suspendida, esperando la orden que le daría su cerebro de abrir alguna aplicación, de contestar algo por whatsapp, o por mail, o de abrir la galería de fotos. Nunca se ponía un piyama entero, usaba partes de ropas desmembradas. Por ejemplo, pantalón con dibujitos de aviones y ovnis con una vieja remera que nunca se puso para salir, o una batita de piyama decorada con encajes, combinada con un bóxer de hombre, comprado en una tienda barata. Marta era una mujer práctica, aunque vanidosa y hasta provocadora. Podía ponerse prendas que tenían menos vínculos entre sí que un pulpo y una uña recién cortada, y sentirse sexy por adentro y por debajo de la ropa. Así embobaba los sentidos masculinos con facilidad. Ella lo tenía bien claro, y a veces hasta disfrutaba embobando a hombres porque sí, en especial si estaba yo presente, era un juego previo que a veces hacía durar días.




Me había despertado hacía rato, y estaba preparando las tres tostadas de pan blanco en la penumbra. Había abierto las persianas por la mitad, por temor a que se rompan. Si pasaba que se rompía una persiana, o perdía una canilla, o se rajaba una puerta, se descascaraba una pared, o se quemaba una lamparita, podía quedar así por los siempres de los siempres, por los siglos de los siglos, por toda la eternidad. La casa se iría cayendo a pedazos, hasta quedar en pie solo el esqueleto, como una prueba de que antes había una casa que alojaba vida en ese predio. La eternidad no era algo indefinido para mí, sino el origen mismo de mi morosidad, empujaba la rueda de un círculo vicioso que funcionaba a la perfección. Una de las propiedades que más me gustaban del carácter de Marta era la agilidad con la cual hacía todo, es decir, si había que hacer algo ella lo hacía, jamás dejaba algo para mañana, salvo que lo planee así por alguna buena razón. Para mí nunca había una buena razón para hacer nada. Un desconocido podía pensar que era un parsimonioso, un flemático, un apático; y eso me teñiría con un tinte misterioso, retorcido, torturado. Pero no, yo era un mero deudor, y esa deuda me carcomía los músculos del tórax. Siempre en déficit frente a la obligación.


El plato quedó sin lavar. La mirada fija en un punto en la pared. "Resiliencia es un término inexistente", pensé, "definitivamente inexistente". Marta me lo había dicho. Más bien me lo había anunciado en un anuncio que pretendía pasar de incógnito. "Lo que a vos te falta es poquito de resiliencia", me había dicho, como si decirle a alguien que es un inresiliente fuese la cosa más natural del mundo. Yo sabía muy bien que ella no decía nada al pasar, aunque parezca que sí. Ni siquiera levantó la vista para mirarme cuando me lo dijo, no le importó mucho si yo la oía o no, lo único que quiso en ese momento era decir lo que tenía para decir. Me levanté inmediatamente, abrí la computadora y busqué la palabra resiliencia. El primer diccionario que saltó en la búsqueda me prometió que el vocablo no tenía concordancia alguna con ningún término. En las conversaciones con Marta, yo solía pensar las respuestas en lugar de decirlas, así que ella quedó mal parada frente a terceros por un mal entendido conmigo en varias oportunidades. En esos casos, yo le decía que ella tenía razón, y ella me perdonaba. En el último tiempo, antes de su partida, esa dinámica estaba fallando. Muchas cosas estaban fallando. Ella decía que desde que nos mudamos a esta casa, la cual llamaba "la casa maldita", había un cortocircuito en nuestra capacidad adaptativa. [...]

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