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lunes, 24 de septiembre de 2018

Resiliencia - fragmento II




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Ese fue el día más lluvioso del invierno, casi todos los pacientes habían cancelado sus turnos en el consultorio externo, y eso me ponía amargo. Además había visto una, con diagnóstico de Fibromialgia, que venía para una interconsulta estéril, y se lo dije. Le dije que yo no la puedo ayudar, que ella va a seguir toda su vida con esa incapacidad invisible que hace que hable al revés, que olvide palabras, que cambie letras y números de lugar al escribir. Le dije que seguiría así de mal, y que quizás empeore, y que yo no tengo nada que hacer, que ella es la que debería invertir tiempo y fuerzas en buscar su propio remedio, en indagar qué es lo que le mejora los síntomas, y que no vuelva más. Salió compungida, aunque no olvidó agradecerme por el tiempo que le dediqué. Me quedé inmóvil detrás del escritorio marrón gastado que exhibía una lámina de fórmica ondulada por el tiempo, con bordes despegados que sorpresivamente le daban un toque de personalidad. Una gota cayó sobre mi nariz. Miré hacia arriba y me percaté de que el cielo raso era rosa, y estaba lleno de grietas. Las hendiduras daban la impresión de pertenecer sólo del revoque, casi lograban esconder su profunda naturaleza, la de ser parte de un techo que se venía abajo. Era una coincidencia poética. Un baldazo de agua se me cayó encima, venía con partes del techo, me lastimé la cara pero seguí mirando hacia arriba, al agujero por donde ahora surgía una catarata, inundando todo, desbordando todo en una incontinencia endemoniada. "¡Doctor! ¡Doctor! ¿Está bien?", oí desde muy lejos, bajé la vista y la cara de Ester estaba casi pegada a la mía, mojándose ella también. Ester no tenía nada de secretaria, no sé porqué la tomaron, se me hacía que había venido con el edificio, así como los pasajeros sentados vienen de fábrica con el colectivo. "Estoy muy bien", le dije. 

Era una fortaleza de ajedrez, pero fortaleza en fin. Había hablado con Ester por teléfono con la mejor voz de enfermo que tenía, y dejado claro que no iba a ir al consultorio toda la semana. Me dispuse a morir, pero seguía despertando vivo. Timbre. Puerta. Vanina. "Estás muy flaco, ¿no comés?, ¡Qué te importa! Pensé, "Hola", dije. Traía una pizza de esas de 40 pesos en la mano, me esquivó por el costado derecho y pasó directo a la cocina con la plena conciencia de que yo la seguía con los ojos desde el pasillo, abrió la heladera y sacó una Quilmes en lata, abierta, de quién sabe cuándo, se sentó en la silla naranja, apoyó la cabeza en las manos sobre la mesa, y me miró fijamente. Caminé despacio, arrastrando los pies que no querían moverse, me senté en la silla blanca, apoyé la cabeza entre mis manos sobre la mesa y la miré fijamente. Tomó una porción y la mordió sin bajar la vista, hice lo mismo, tomó un sorbo de la lata, hice lo mismo. La conversación terminó cuando Vanina me entregó un papelito doblado, lo abrí, tenía un número escrito, un número de teléfono. Levanté la vista, Vanina todavía me miraba fijamente con la cabeza apoyada en las manos, ahora estaba con los labios invertidos hacia dentro de la boca cerrada. "Bueno", dije. "Bueno", dijo Ella.




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