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lunes, 13 de febrero de 2017

Una belleza cuántica




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Todo tiene su pro y su contra. Ya se ha dicho que la suerte de la linda la fea la desea ¿qué más se puede agregar?


César Aira se pregunta en la página 36 de "Cómo me reí": "¿Por qué hay que ser bueno, bello, feliz? ¿Acaso está prohibido ser malo, feo, desgraciado? Ésta es una verdadera disyuntiva, especialmente para la fea suertuda.


La aceptación social de ser malo, feo, desgraciado, sería una posible solución al dilema. Si se toma como premisa admisible que hay que ser feo, malo, desgraciado; en otras palabras, dar vuelta los tantos, se encuentra un destornillador que desatornilla la hipótesis. Hablando honestamente (si existe tal habladuría), todo es una convención social, hoy es una y mañana es otra, la vida es algo dinámico. Tampoco podemos obviar el concepto de hecho alternativo, porque es parte del discurso contemporáneo. Este tipo de hecho es un aquí y un ahora cuántico, ya que la elección va por parte del observador, que decide cuál es la realidad, cuál es el hecho.

Desde otro punto de vista cuántico, también se puede ergotizar que hay que ser bueno para ser bello, y que si eres bueno (y bello por consecuencia) entonces eres feliz. Por el contrario, hay que ser malo para ser feo, y entonces eres desgraciado como resultado. Éste razonamiento incluye la agencia individual, sin excluir el determinismo. Queda correctísimamente bien con dios y con el diablo, con el pan y con la torta.

Una vez oí a un hombre por la calle (que debía de estar hablando por el celular, o hablando solo) decir que es imposible ser malo y ser feliz, que el malo siempre es infeliz, que la maldad es excluyente en cuanto a la felicidad se trata. El hombre decía también que ser malo siempre tiene el agregado de ser tonto, que era imposible ser malo y ser inteligente a la vez, que la maldad en sí era estupidez. Era un argumento muy elegante que había quedado estancado en el bullicio de la ciudad, y ahora está siendo rescatado y revalorado por mí.

En teoría, un desgraciado puede despertar la bondad en un feo, y una fea es capaz de avivar su felicidad a partir de la suerte que tiene, y la linda puede caer en la desgracia por desear esa suerte. Aunque empíricamente habría que demostrarlo. Uno no puede comerse la pizza y dejarla entera (la pizza no responde a la mecánica cuántica).

Asimismo, a veces hay cosas tan bellas que duelen, y te hacen un desgraciado temporario, pero desgraciado al fin. Belleza, desgracia; no felicidad.

¡Esto de refutar, reformular, establecer hipótesis, citar novelas, citar hombres que hablan solos por la calle es apasionante! me atrevería a decir que es algo bueno, bello, feliz; aunque no tengo ánimo de agregar.


sábado, 11 de febrero de 2017

Viajes Astrales



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[...] Era la época de los viajes astrales, del hilo de plata irrompible que ataba al cuerpo astral con el físico y evitaba que el alma no logre volver a este último al concluir su viaje; un viaje que podía ser tan amplio que llegaba al espacio exterior atravesando las paredes. Se había puesto de moda eso de la meditación trascendental, y los chicos andaban programando los sueños. Si querían soñar con esto o con lo de más allá, era sólo cuestión de programarse antes de dormirse, y ellos aseguraban que soñaban con la exactitud de un reloj atómico. 

Para mí, esa práctica se asemejaba al consejo que me había dado ni abuela Ada en mi infancia para dormir mejor: "antes de dormir, pensá en cosas lindas que querés que pasen", me había dicho. Consejo que me ha servido desde entonces para luchar contra la vigilia. Ellos viajaban y se programaban, y estaban muy orgullosos de sus logros. 

Yo sentía que no necesitaba de viajes astrales; o mejor dicho les temía. Me espantaba la idea de que el hilo de plata se rompiese y quedara yo así divagando sin rumbo, o en espiral, viendo siempre las mismas estrellas, o gritando "¡acá estoy!" como una loca, hasta caer de verdad en la demencia; o deshaciéndome en retazos como las telas deshilachadas e incompatibles que se ponen en oferta en el barrio del once ¿Qué sería de mí entonces? ¿Quedaría en el limbo, ni muerta ni viva, como La Bella Durmiente? ¿Seguiría viajando por toda la eternidad? La imagen de mí misma sin poder volver a mi vida ordinaria carcomía de inmediato cualquier entusiasmo que el viaje astral podría llegar a suscitarme. 

A mis dieciséis años todavía no me había percatado que estar sola conmigo misma era de una belleza íntegra, de un vivificante encanto, de un placer infinito; eso vendría después. A esa edad, el ser una misma estaba mediado por otros seres, que eran otros pero que se sentían uno, algo parecido a lo que se debe sentir bajo una aneurisma cerebral en la cual uno pierde el sentido de diferencia con el resto de las cosas y se siente parte de la mesa, de los azulejos del baño, del falso laurel de la vereda, del perro del vecino, del vecino, de la atmósfera, de los planetas, del todo maravilloso e inagotable. 

No sólo que se corte el hilo me daba terror, sino también la posibilidad de que cualquiera de ellos decida programarse a soñar conmigo, y se introduzcan en mi propio sueño, haciendo y deshaciendo a su agrado, entretejiendo narrativas que no serían mías, conectando datos inconexos para mí, o haciéndome mover como una marioneta de las que venden en la feria de Plaza Francia. Cuando me atacaba el pavor, usaba de defensa ese sentir a los otros como uno; "ninguno de ellos me haría eso", me decía a mí misma, y así me convencía, ganándole al desasosiego. 

No recuerdo cuántos meses seguimos así, ellos alborotados cada mañana por sus viajes astrales, contándose unos a otros los sueños que habían programado, los lugares que habían visitado, creando un espíritu de hermandad y de competencia a la vez; haciendo de algo realmente trascendental (como lo es el misterio de los sueños), algo meramente mecánico, como una técnica que había que poseer y perfeccionar, suprimiendo de la faz de la tierra el arte de la interpretación. Viéndolo así, no hay duda de que esa supresión era una atrocidad, una infamia, una brutalidad, producto de la inconsciencia inocente de la edad del pavo. 

Desde la perspectiva de años más tarde, es evidente que ese vandalismo era la raíz de mi rechazo a los viajes astrales; no el riesgo a perderme en el espacio frío y vacío de vida, sin hilo que me ate a mi existencia conocida, sino la probabilidad de terminar con la interpretación, de exterminar los pensamientos sobre los pensamientos, de abolir los cuentos chinos creados a partir de imágenes borrosas de sueños medio olvidados, de apagar la llama que ilumina de sentido lo que no lo tiene, de matar el sano imaginario que al día siguiente de soñar llena de explicaciones los hechos oníricos inexplicables. 

Años más tarde, la causa de mi repelencia a la moda de los viajes astrales se hizo evidente ante mis ojos, como lo es una mancha de tuco en la camisa blanca de un mozo nuevo, ante los ojos del gerente de un restaurante de alta cocina.[...] 


jueves, 2 de febrero de 2017

Una costumbre rusa



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[...] "Se dice ahí afuera que no hay un afuera del todo, que siempre hay un adentro residual, que todo lo que entra tiene que salir, pero que nunca sale verdaderamente todo. Se dice ahí afuera que hay muchas cosas que entender, que no todo tiene solución y que no sólo hay que serlo sino parecerlo. Que todo lo que sube al final baja, que es mejor reír que llorar, y que todo vuelve." 

Eso pensaba ese hombre crudo sentado frente a mí, en el asiento de pana falsa de color ácido que era igual al mío. Aunque no era exactamente igual al mío, el hombre que lo habitaba hacía la diferencia, y lo hacía en el plano de existencia más profundo. Estaba claro, al contrario de lo que pasaba conmigo, que aquél hombre rosado, pesado y ancho, pensaba durante el viaje. 

Con casi plena seguridad diría que era de descendencia rusa, de la URSS de antes. Llevaba una remera gris a la que se le veía solo el cuellito de estilo chomba, saliendo por las cornisas del cuello de una camperita también gris con bordes delineados en dos rayitas blancas paralelas, que nunca respondió a ninguna moda. La cara rosa, los ojos indefinidamente amarillentos, el pelo, que había sido rubio, ahora era también de un amarillo desvaído. El cubre-diente de oro, que llevaba en el primer premolar izquierdo superior y que nunca se dejó quitar, aún luego de la emigración, era de oro rojo de gruesos quilates que acentuaba su apariencia de amarillo sobre gris; como si se tratara de un ejercicio de pintura. 

Seguramente nunca leyó a Dostoyevsky, aunque podría haberlo escrito todo. Ese hombre de aire severo intentaba no cruzar su mirada con la mía, pero incluso así no podía ocultarme que estaba pensando. "Pensar debía de ser una costumbre rusa", me dije para mí, "de hombre ruso que viaja en tren, un hábito que se le habría arraigado desde que fue testigo de cómo su padre acostumbrara a hacerlo, o quizás era genético, y pasaba de generación en generación como una métrica celular exacta que el cuerpo no olvida aunque el alma lo haga; o una tradición folklórica". 

El hombre estaba pensando, y eso definía el espacio entre nosotros, que éramos dos extraños, dos desconocidos, ajenos el uno del otro, pero que compartíamos el espacio comprendido entre esos dos asientos que se pretendían impersonales. No sé por qué, al salir el tren de la estación Lod le pregunté: "¿cómo se escribe cocina en hebreo?", a lo que el hombre de hielo color naranja me contestó: "no sé, yo también soy ruso". En ese instante el cosmos limitado por las dos butacas de telilla afelpada, que se la daba de terciopelo, había ganado el título de octava maravilla del mundo.[...] 






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