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viernes, 3 de marzo de 2017

"Camina sin mirar atrás"

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[...] "Camina sin mirar atrás", rezaba el prospecto que me había llevado sin ganas hasta ahí, persuadida por esa esperanza inútil, que en realidad reflejaba desesperanza. Pero no era una desesperanza tiesa, sino la más activa de las desesperanzas, la más inquieta, presta y eficaz. Me descuartizaba y sujetaba a la vez todos mis miembros, haciendo de la contradicción la dicción más refinada, como un magma sutil, casi imperceptible, que igual es percibido. 

Así era mi desesperanza con camisón de esperanza, próspera y acogedora al fin. Como solía pasarme, no tenía ninguna expectativa de que vaya a ser de mi agrado toda esa parafernalia de "Taller experimental del ser", que iba a durar tres días. Además, el desayuno había dejado mucho que desear, y eso enmarcaba toda la mañana en un el marco de "no llega al nivel deseado". En la escala de cero a diez, todo empezaba de bajo cero para mí. 


Sin embargo, había algo alentador en esa esfera artificial, tal vez era el color celeste del cielo despejado y sonriente que relucía en los carteles propagandísticos del taller (que acompañaban cada paso, desde los pasillos, hasta el modesto comedor), que no era de un celeste cielo, sino turquesa de marcador Pelikan. A decir verdad, la artificialidad no le quedaba nada mal. Quizás eran los pesados cortinados del salón donde se dictaría el taller, que taponaban todo rayo solar, y cubrían la energía vital como un taparrabos; o el rostro bidimensional del joven que apoyaba un platito con galletitas en una mesita circular incrustada en uno de los ángulos de la sala, lo que le daba a la realidad un toque arrugado. 


Llegado ese punto, estaba claro, por lo menos para mí, que el taller iba a tratarse de la experimentación de la artificialidad. Ahora todo se había tornado interesante e inteligente, todo iba acompañado de la virtud del significado. ¿Por qué no era yo capaz de encontrar un significado para mí, con la misma facilidad con la cual lo había localizado para ese taller, que había sido alguna vez insignificante? 


Maravillosamente, una de las prácticas que recomendaban en el taller era la de preguntar. Pero no preguntar cualquier cosa, sino interrogarse a uno mismo interpelaciones de esas que no podemos contestar fácilmente. En un instante de revelación, supe que mi vida toda había sido un taller experimental del ser, solo que no de tres días. Estaba repleta de sabiduría sobre el oficio de preguntar, podría dictar a ciegas un taller como ese, aunque esa no era mi intención. ¿Pero cuál era mi intención? 


Había concurrido a ese taller para encontrar respuestas y ahora no me quedaba otra cosa que la desilusión. Aunque había acudido sin expectativas, la desilusión que sentía me mostraba la ilusión que arrastraba conmigo. Esa era una cosa seria, que no se podía dejar de lado como quien no quiere la cosa. Tenía que tomar las riendas, desarmar ese poder de arrastre, desarticular el mecanismo del anhelo como se desarticula el engranaje de un reloj. Era demasiada tarea para terminarla en una mañana, y el susodicho taller ya estorbaba. 


Emprendí el regreso con pasos apresurados, como quien se escapa de un sueño al despertar y abrir los ojos, como quien sale corriendo a la velocidad de la luz después de tocarle el timbre al vecino y no ve la hora de llegar a la esquina y esconderse, para espiarlo y reírse a su costa y a sus espaldas. Cuando salí del lobby ya no había sol, y una llovizna incandescente de nubes hacía más amarga la desilusión. De chica tomaba un remedio amargo como la hiel para bajar la fiebre, venía en un gotero de vidrio marrón que se me hizo igualito a la llovizna.
[...]



lunes, 13 de febrero de 2017

Una belleza cuántica




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Todo tiene su pro y su contra. Ya se ha dicho que la suerte de la linda la fea la desea ¿qué más se puede agregar?


César Aira se pregunta en la página 36 de "Cómo me reí": "¿Por qué hay que ser bueno, bello, feliz? ¿Acaso está prohibido ser malo, feo, desgraciado? Ésta es una verdadera disyuntiva, especialmente para la fea suertuda.


La aceptación social de ser malo, feo, desgraciado, sería una posible solución al dilema. Si se toma como premisa admisible que hay que ser feo, malo, desgraciado; en otras palabras, dar vuelta los tantos, se encuentra un destornillador que desatornilla la hipótesis. Hablando honestamente (si existe tal habladuría), todo es una convención social, hoy es una y mañana es otra, la vida es algo dinámico. Tampoco podemos obviar el concepto de hecho alternativo, porque es parte del discurso contemporáneo. Este tipo de hecho es un aquí y un ahora cuántico, ya que la elección va por parte del observador, que decide cuál es la realidad, cuál es el hecho.

Desde otro punto de vista cuántico, también se puede ergotizar que hay que ser bueno para ser bello, y que si eres bueno (y bello por consecuencia) entonces eres feliz. Por el contrario, hay que ser malo para ser feo, y entonces eres desgraciado como resultado. Éste razonamiento incluye la agencia individual, sin excluir el determinismo. Queda correctísimamente bien con dios y con el diablo, con el pan y con la torta.

Una vez oí a un hombre por la calle (que debía de estar hablando por el celular, o hablando solo) decir que es imposible ser malo y ser feliz, que el malo siempre es infeliz, que la maldad es excluyente en cuanto a la felicidad se trata. El hombre decía también que ser malo siempre tiene el agregado de ser tonto, que era imposible ser malo y ser inteligente a la vez, que la maldad en sí era estupidez. Era un argumento muy elegante que había quedado estancado en el bullicio de la ciudad, y ahora está siendo rescatado y revalorado por mí.

En teoría, un desgraciado puede despertar la bondad en un feo, y una fea es capaz de avivar su felicidad a partir de la suerte que tiene, y la linda puede caer en la desgracia por desear esa suerte. Aunque empíricamente habría que demostrarlo. Uno no puede comerse la pizza y dejarla entera (la pizza no responde a la mecánica cuántica).

Asimismo, a veces hay cosas tan bellas que duelen, y te hacen un desgraciado temporario, pero desgraciado al fin. Belleza, desgracia; no felicidad.

¡Esto de refutar, reformular, establecer hipótesis, citar novelas, citar hombres que hablan solos por la calle es apasionante! me atrevería a decir que es algo bueno, bello, feliz; aunque no tengo ánimo de agregar.


sábado, 11 de febrero de 2017

Viajes Astrales



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[...] Era la época de los viajes astrales, del hilo de plata irrompible que ataba al cuerpo astral con el físico y evitaba que el alma no logre volver a este último al concluir su viaje; un viaje que podía ser tan amplio que llegaba al espacio exterior atravesando las paredes. Se había puesto de moda eso de la meditación trascendental, y los chicos andaban programando los sueños. Si querían soñar con esto o con lo de más allá, era sólo cuestión de programarse antes de dormirse, y ellos aseguraban que soñaban con la exactitud de un reloj atómico. 

Para mí, esa práctica se asemejaba al consejo que me había dado ni abuela Ada en mi infancia para dormir mejor: "antes de dormir, pensá en cosas lindas que querés que pasen", me había dicho. Consejo que me ha servido desde entonces para luchar contra la vigilia. Ellos viajaban y se programaban, y estaban muy orgullosos de sus logros. 

Yo sentía que no necesitaba de viajes astrales; o mejor dicho les temía. Me espantaba la idea de que el hilo de plata se rompiese y quedara yo así divagando sin rumbo, o en espiral, viendo siempre las mismas estrellas, o gritando "¡acá estoy!" como una loca, hasta caer de verdad en la demencia; o deshaciéndome en retazos como las telas deshilachadas e incompatibles que se ponen en oferta en el barrio del once ¿Qué sería de mí entonces? ¿Quedaría en el limbo, ni muerta ni viva, como La Bella Durmiente? ¿Seguiría viajando por toda la eternidad? La imagen de mí misma sin poder volver a mi vida ordinaria carcomía de inmediato cualquier entusiasmo que el viaje astral podría llegar a suscitarme. 

A mis dieciséis años todavía no me había percatado que estar sola conmigo misma era de una belleza íntegra, de un vivificante encanto, de un placer infinito; eso vendría después. A esa edad, el ser una misma estaba mediado por otros seres, que eran otros pero que se sentían uno, algo parecido a lo que se debe sentir bajo una aneurisma cerebral en la cual uno pierde el sentido de diferencia con el resto de las cosas y se siente parte de la mesa, de los azulejos del baño, del falso laurel de la vereda, del perro del vecino, del vecino, de la atmósfera, de los planetas, del todo maravilloso e inagotable. 

No sólo que se corte el hilo me daba terror, sino también la posibilidad de que cualquiera de ellos decida programarse a soñar conmigo, y se introduzcan en mi propio sueño, haciendo y deshaciendo a su agrado, entretejiendo narrativas que no serían mías, conectando datos inconexos para mí, o haciéndome mover como una marioneta de las que venden en la feria de Plaza Francia. Cuando me atacaba el pavor, usaba de defensa ese sentir a los otros como uno; "ninguno de ellos me haría eso", me decía a mí misma, y así me convencía, ganándole al desasosiego. 

No recuerdo cuántos meses seguimos así, ellos alborotados cada mañana por sus viajes astrales, contándose unos a otros los sueños que habían programado, los lugares que habían visitado, creando un espíritu de hermandad y de competencia a la vez; haciendo de algo realmente trascendental (como lo es el misterio de los sueños), algo meramente mecánico, como una técnica que había que poseer y perfeccionar, suprimiendo de la faz de la tierra el arte de la interpretación. Viéndolo así, no hay duda de que esa supresión era una atrocidad, una infamia, una brutalidad, producto de la inconsciencia inocente de la edad del pavo. 

Desde la perspectiva de años más tarde, es evidente que ese vandalismo era la raíz de mi rechazo a los viajes astrales; no el riesgo a perderme en el espacio frío y vacío de vida, sin hilo que me ate a mi existencia conocida, sino la probabilidad de terminar con la interpretación, de exterminar los pensamientos sobre los pensamientos, de abolir los cuentos chinos creados a partir de imágenes borrosas de sueños medio olvidados, de apagar la llama que ilumina de sentido lo que no lo tiene, de matar el sano imaginario que al día siguiente de soñar llena de explicaciones los hechos oníricos inexplicables. 

Años más tarde, la causa de mi repelencia a la moda de los viajes astrales se hizo evidente ante mis ojos, como lo es una mancha de tuco en la camisa blanca de un mozo nuevo, ante los ojos del gerente de un restaurante de alta cocina.[...] 


jueves, 2 de febrero de 2017

Una costumbre rusa



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[...] "Se dice ahí afuera que no hay un afuera del todo, que siempre hay un adentro residual, que todo lo que entra tiene que salir, pero que nunca sale verdaderamente todo. Se dice ahí afuera que hay muchas cosas que entender, que no todo tiene solución y que no sólo hay que serlo sino parecerlo. Que todo lo que sube al final baja, que es mejor reír que llorar, y que todo vuelve." 

Eso pensaba ese hombre crudo sentado frente a mí, en el asiento de pana falsa de color ácido que era igual al mío. Aunque no era exactamente igual al mío, el hombre que lo habitaba hacía la diferencia, y lo hacía en el plano de existencia más profundo. Estaba claro, al contrario de lo que pasaba conmigo, que aquél hombre rosado, pesado y ancho, pensaba durante el viaje. 

Con casi plena seguridad diría que era de descendencia rusa, de la URSS de antes. Llevaba una remera gris a la que se le veía solo el cuellito de estilo chomba, saliendo por las cornisas del cuello de una camperita también gris con bordes delineados en dos rayitas blancas paralelas, que nunca respondió a ninguna moda. La cara rosa, los ojos indefinidamente amarillentos, el pelo, que había sido rubio, ahora era también de un amarillo desvaído. El cubre-diente de oro, que llevaba en el primer premolar izquierdo superior y que nunca se dejó quitar, aún luego de la emigración, era de oro rojo de gruesos quilates que acentuaba su apariencia de amarillo sobre gris; como si se tratara de un ejercicio de pintura. 

Seguramente nunca leyó a Dostoyevsky, aunque podría haberlo escrito todo. Ese hombre de aire severo intentaba no cruzar su mirada con la mía, pero incluso así no podía ocultarme que estaba pensando. "Pensar debía de ser una costumbre rusa", me dije para mí, "de hombre ruso que viaja en tren, un hábito que se le habría arraigado desde que fue testigo de cómo su padre acostumbrara a hacerlo, o quizás era genético, y pasaba de generación en generación como una métrica celular exacta que el cuerpo no olvida aunque el alma lo haga; o una tradición folklórica". 

El hombre estaba pensando, y eso definía el espacio entre nosotros, que éramos dos extraños, dos desconocidos, ajenos el uno del otro, pero que compartíamos el espacio comprendido entre esos dos asientos que se pretendían impersonales. No sé por qué, al salir el tren de la estación Lod le pregunté: "¿cómo se escribe cocina en hebreo?", a lo que el hombre de hielo color naranja me contestó: "no sé, yo también soy ruso". En ese instante el cosmos limitado por las dos butacas de telilla afelpada, que se la daba de terciopelo, había ganado el título de octava maravilla del mundo.[...] 






viernes, 27 de enero de 2017

Una partecita de la novela "La inercia"

De Jessica tabarovsky



[...] "Tengo que buscar", esas tres palabras se habían convertido en una orden que me ordenaba cada noche antes de dormir, y todas las mañanas al abrir los ojos. "¿Cuál es la primera idea? ¿Quién es el que tuvo la idea primera, primeriza, primaria, el original absoluto?", me preguntaba. Si hasta se habla de que al parecer, los chinos descubrieron América antes que Colón. En 1418. Una copia de un mapa de unos 600 años demuestra que los chinos, y no Cristóbal Colón, fueron quienes descubrieron lo que se ha dado a llamar nuevo mundo. "Esa es la prueba inapelable de que no hay nada nuevo bajo el sol", no dude en afirmarme a mí misma en un claro intento de boicot. Ese pensamiento demostraba que la renuncia rondaba mi ser, atractiva como un diablo, deseando tentarme y seducirme. "Ojalá tuviese otra vez los poderosos pedales de mi infancia", logré decirme, "captaría la idea que me dicten, como un camaleón capta los colores de su entorno, asimilándolos al cuerpo sin esfuerzo". Mi bicicleta de los diez años tenía unos pedales hermosos, que emitían señales. Los pedales sabían que mis pies no sabían pedalear, y que andar en bicicleta siempre me daba miedo de terminar fracturada o sin un diente, así que emitían señales como lo hace un radio telescopio, y yo las registraba de inmediato. "A la izquierda, despacito, no choques con el árbol", me advertían, o "cuidado, que a la vuelta de la esquina viene otro en bicicleta" o "frená despacio, sino la inercia provocará que salgas volando como un proyectil". No es que me hablaban con palabras, sino en el idioma de los pies. Una lengua autóctona de la infancia. Los pies tenían un lenguaje parecido al de las sombras chinas, pero más elaborado. Unos jeroglíficos egipcios dejarían mucho que desear al lado del idioma de los pies. Ni siquiera el zapato más incómodo podía dañar su talento comunicativo, ya que mis pies eran extremidades muy poco extremistas por esa época. Mis zócalos andantes, sin pezuñas pero con base, vivían la inercia del suelo como los grillos viven la inercia de las ventanas que dejan entrar el sonido de sus llantos, de sus cantos y alegrías. El suelo puede ser de cualquier cosa para pies que saben escuchar, ni siquiera una suela de goma se interpone a la clarividencia de las patas humanas. Así fue que una vez, en medio un agosto de invierno lloviznado, ellos supieron descifrar las primeras señales de los pedales de mi bicicleta. Después ya era cosa de a diario, y se perfeccionaban todo el tiempo. No sé si los pies de los otros eran tan efectivos como lo eran los míos, pero estoy casi segura de que no, ya que mi hermano terminó con un diente roto por andar en bicicleta. Mis pies sí que eran unos verdaderos pies en ese entonces, de una anatomía rimbombante. No sé que ha sido de ellos, los de ahora dejan mucho que desear. [...]  

jueves, 26 de enero de 2017

Todo el mundo merece nada



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A mi edad ya entendí que todo en la vida es cuestión de percepción y de lenguaje en común. 




Ya hablé aquí del barómetro ocupacional, y La verdad es que para mí, la ocupación máxima es la ocupación de nada. Esa nada que es la cosa misma. En primer lugar, "nada" es algo. Mientras que el "hacer" es el máximo símbolo de estatus, la "nada" es la cosa real. A veces pienso que el ocuparse de estar ocupada es el verdadero gurnisht encarnado.


De acuerdo con el idioma hebreo la palabra "nada" denota en nuestra mente lo nulo, el cero. Por lo tanto, se podría argumentar que la frase "no comí nada" o "no pregunté nada", contiene una doble negación. (No, "nada" no pasa a ser "algo" por el doble negativo, esto no es matemática) La verdad, no sólo que no hay tal doble negación, sino que no hay negación en absoluto, que "nada" en realidad es "algo", por lo que la frase sería "no comí cosa alguna". Por ejemplo, como para ilustrar, cuando el cónyuge viene con la cara así  :|  y a nuestra pregunta de "¿qué tenés?" responde "nada", todos sabemos que esa nada es muchísimo. En cualquier caso, yo no soy nada. En otras palabras, soy la cosa en sí, la cosa real.

Nada, el ser-existir constante, congruente y consistente. Ser, como quien vive, y ese viviendo es en sí el sentido último de la vida, el significado, propósito y destino. Nada más. Todo el mundo se merece una nada.

Todo es cuestión de percepción y de lenguaje común. Hacer nada puede ser un estado de máxima ocupación, ser "un don nada" sinónimo de vitalidad, y "nada" la descripción de un crear vibrante, una leyenda viva, un ser siendo principio. Por lo tanto, veré los años por venir como nada absoluta, como una oportunidad para sostener nada de nada lo más que pueda. Dicen que sólo se vive una vez, y si lo que se dice es cierto, entonces merezco escurrir la vida hasta el final; por lo tanto, me merezco nada.
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