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lunes, 19 de febrero de 2018

Así arranca mi nuevo proyecto de escritura: "Resiliencia"




Marta me tiró el zapato izquierdo por la cabeza, el taco estilo cowboy me dio justo en la ceja izquierda, como sincronizado, y un poquito de sangre me llegó hasta el ojo. Aunque no sentía dolor en la ceja, que había quedado anestesiada, el dolor se extendía, sordo y mudo, desde la cabeza hasta los pies. Mi reflejo en el espejo de la entrada me pareció ser de otro, como si mi interior completo hubiese salido de mi cuerpo, y ahora estuviese yo observando a un extraño que me observa. El extraño tenía una expresión pesada, como si no se hubiese bañado durante un mes entero, y estaba encorvado como un poste de luz. Las manos a los costados, colgando al final de unos brazos que parecían miembros falsos, como fundas de tela rellena con lana o con retazos de otras telas. Llevé mi mano izquierda a la ceja sangrante y me sorprendí de que ese extraño en el espejo pudiese mover la mano. Marta salió de un portazo, descalza, y el sonido de la puerta metálica retumbó en el pasillo, retumbó en mi cerebro, resonó en mi lóbulo temporal, y despertó finalmente a mis neuronas, que habían estado embutidas en el reflejo de ese extraño en el espejo, como si fueran el relleno de una morcilla. Marta se había ido. La falta de Marta retumbó más fuerte que la puerta.


Marta me contaba sus sueños, era cosa de casi todas las mañanas, una vez me contó que soñó que dormía, y yo le pregunté si eso podía considerarse un sueño, "tonto", me contestó, con esa energía que ponía en la palabra "tonto", cuando me la decía a mí. Marta tenía una energía única, que se expandía por cualquiera sea el espacio donde estaba. Cuando estaba en el subte con ella, por ejemplo, la energía que emanaba coloreaba cada espacio vacío de una fuerte vivacidad, cosa que me encantaba. Su energía se inyectaba entre los pliegues de las camisas, en los agujeros que habían dejado las agujas en las costuras de las camperas, en las arrugas de las medias, en los espacios psicodélicos que formaban los anillos y collares, y entre las minúsculas gotas de agua en las ventanillas empañadas.


"Es un dulce", decía Marta cada vez. Ella miraba a ese perrito intruso, que había logrado adentrarse en casa casi sin batalla, y decía "es un dulce". Tulski prianik, le había puesto ella de nombre, en honor a un dulce popular ruso. Tulski no tenía nada de dulce para mí, y si tenía algo de ruso era su parecido a Putin. Ella también pensaba que se parecía a Putin, pero no lo llamó Vladimir, lo llamó Tulski. A Marta la conocí en el veterinario. Yo había llevado una tortuga herida que había encontrado en el medio de la calle y que terminó mal, el veterinario no la pudo salvar y hubo que adormecerla. Marta me dijo "lo siento, yo sé lo que se siente", y aunque yo no estaba seguro de lo que sentía, en ese instante supe que ella sabía todo de mí, que yo era un libro abierto escrito en lengua materna para ella, y así iba a ser para siempre.


El zapato de Marta todavía estaba en el pasillo, a un metro de la puerta de entrada, casi tocando el zócalo de la pared blanca impecable, pero lo suficientemente lejos como para no pertenecer más a esta casa. Tulski tampoco lo movió. Me imaginé moviendo ese zapato huérfano, me vi tirándolo por la casa hasta que Tulski corriera a buscarlo, me vi ganándole de mano, agarrándolo yo primero, me vi negándome a dárselo, a lo que el perro ciertamente reaccionaría llorando, y ese llanto haría que Marta volviera. Después sentí culpa por haber pensado en hacer llora al perro, y me arrepentí de haber barajado la posibilidad de hacer volver a Marta de esa manera vil. Habían pasado tres días y ella no vino, ni llamó, ni contestó nunca el teléfono. No estaba en ningún lugar. Me esquivaba. Su esquiva era como una ejecución lenta, paulatina, que vaciaba pausadamente mi ánimo de cualquier felicidad. Marta me despojaba de su presencia en cámara lenta. Su ropa, su champú, su cepillo de dientes, sus carpetas, sus libros, los cubiertos que habían sido de ella de antes, y hasta el ventilador que ella odiaba pero que era entrañablemente suyo, todo eso estaba en casa. Marta estaba en casa, pero sin Marta. Era una agonía.


Al final terminaron por echarnos del cine, de tanto que nos reímos. Era una película de terror, pero tan bizarra que parecía una parodia. Así solíamos reírnos Marta y yo. Yo le decía que tenía dientes de cocodrilo, y ella se reía más. Cuando se reía abrazada a mí, su tórax subía y bajaba, y sus pechos se volvían olas de océano atlántico al amanecer. Entonces yo apoyaba mi mentón en su cabeza, y sentía que la abarcaba toda, y que al mismo tiempo ella era mi pilar. Marta era chiquitita, tenía las manos y los pies pequeñitos.



Pasábamos tardes enteras sin hablar, especialmente en verano, cuando los días eran largos y los atardeceres eran rosas, celestes, naranja y amarillos; como si millones de luciérnagas enloquecidas llenaran el cielo exhibiéndose, desnudas, atrevidas, mostrando su luminaria audaz, y haciendo cara a la noche. No hablábamos, pero nuestros pasos por la casa eran como una danza, una coreografía perfectamente sincrónica. El cuerpo de Marta parecía estar en muchos lugares al mismo tiempo, y su andar era siempre silencioso, casi sigiloso, como un gato. Siempre pensé que se parecía a las algas largas, delgadas y danzantes. Me gustaba su cuerpo de fleco, de alga, de gato, de ciempiés humano.[...]





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