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martes, 18 de octubre de 2016

El encanto de no pertenecer



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[...] ¿Les ha pasado que viajaron a otro país, y entre todo lo que hay para disfrutar del hecho, disfrutaron especialmente de no pertenecer? A mí me pasa cada una de las veces. Ya desde el avión, mientras diviso a esos autitos en esos pavimentitos que dividen esas casitas, sabiendo que no soy parte de todo ello, me siento plena y reconfortada.

Es un no pertenecer suficiente, no extremo. Las casitas no me son totalmente extrañas, ni yo no les soy totalmente extraña a ellas, solo lo suficiente para el encanto de la inercia. Es el no pertenecer, pero no llevado a su máxima potencia, sino llevado una potencia que encaja con la inercia de la no existencia, con ese sentimiento divino que comienza a partir del avistamiento de vida desde la ventanilla del avión; de vida en forma de luces de una ciudad lejana, que emana sus reflejos vívidos al cielo, su esencia ciudadana, su potencialidad. Pero simultáneamente, emana también su inercia de contratos vencidos, de semáforos rotos, de mordidas de perros a vecinos incautos, de ventanas con persianas trabadas, de tarjetas de crédito robadas, de niños llorando, de madres llorando. Son inercias paralelas, como universos paralelos, se intuyen pero no se ven ni se tocan. Desde mi estado, en mi universo de inercia para-existencial, soy como un cuerpo celeste de gran masa, casi como un agujero negro, o como una estrella de neutrones. Tengo un campo gravitacional que atrae todo lo bueno de no existir, pero existiendo.

Mi no-existencia es tal, que puedo sumarme o no sumarme a cualquier pensamiento o estado de ánimo. Puedo usarlo todo o no usar nada. Soy como un gato callejero que se cuela a una casa por la ventana de la cocina, miro desde afuera, pero a la vez soy parte. Una estela de bienestar, de desahogo, me sigue atrás; soy como una estrella fugaz, como un aguacero de verano que arranca de las baldosas ese aroma tierno y húmedo que tenían reprimido. El ardor de la ciudad no me pertenece, ni yo a él. El no pertenecer es como un sopor, un letargo, un adormecimiento, pero habitado por la mismísima realidad, por la elocuencia; como un sueño vívido que sobrevive a la memoria.

Es la practicidad del aterrizaje del avión de vuelta la que me extrae de mi sueño vital. Tendría que tomar el no pertenecer liberador como una práctica, así como un deporte o como un juego. Ser capaz de acceder a él como los iniciados acceden a un secreto milenario, así como un bebé accede al secreto de los bípedos, o como una ameba accede al potencial infinito, y se rellena de él como un raviol. La no existencia de los viajes no es igual a la sensación de no pertenecer que me sabe acompañar en tierra conocida. El no pertenecer del exterior tiene encanto de flauta mágica, tiene supremacía y señorío. Tal vez necesite una ignorancia inocente, una sin capacidad de sospechar ni de juzgar, pero suficientemente sabia como para resistir cualquier aterrizaje. La inercia de la no existencia seguramente atiende a las leyes de la física, pero una buena ignorancia nunca es un mal punto de partida para el encanto de no pertenecer. [...]



2 comentarios:

  1. Felicidades, me ha encantando...justo cuando estoy a punto de coger un avión

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